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Cantos de sirena

Por sábado, febrero 6, 2016

Primeros de año y ya varios propósitos a punto de naufragar. Dicen, los que se dedican a hacer estadísticas de los comportamientos humanos, que a partir de la segunda quincena de enero, las promesas que nos hemos hecho con el brindis de las doce campanadas se han transformado en papel mojado casi en su totalidad. Por ejemplo, el propósito de ir al gimnasio fracasa en un 80% de los casos antes de acabar el mes de la cuesta. Algo semejante pasa con ponerse a dieta, aprender otro idioma, dejar de fumar o casi cualquier cosa que nos hayamos prometido en el momento de euforia que supone iniciar un año cargado de buenos deseos.

Y es que se trata de eso, de buenas intenciones.

¿Has probado alguna vez a intentar hacer algo y no te ha salido? Hazlo ahora, dite a ti misma: voy a intentar levantarme de la silla. ¿Qué pasa?

Pero si lo que te dices es: voy a levantarme de la silla, ¿qué crees que sucederá?

¿De qué estamos hablando? De cómo nos hablamos a nosotros mismos, de nuestros mensajes de autosabotaje o de los que nos impulsan a ir más allá de lo que hacemos y conseguir lo que nos proponemos.

Todos estos comportamientos quedan grabados en nuestras redes de neuronas. Se convierten en circuitos impresos que nos facilitan o impiden el siguiente paso, el siguiente comportamiento. Los científicos han descubierto complejas estructuras neuronales con distintas actividades eléctricas en una zona del cerebro, los ganglios basales, desde la que se controla nuestro comportamiento más elemental, la supervivencia, las acciones motoras, las conductas compulsivas, los hábitos y las adicciones como caso extremo. Allí, en esa zona profunda del cerebro, unas células expresan una actividad que permite al resto del organismo responder o no. Cada vez que se repite la conducta, el hábito se graba en estos circuitos neuronales automáticos.

De manera que, romper el hábito de hacernos propósitos para luego romperlos es toda una empresa, tan ambiciosa y arriesgada como el viaje de Ulises hacia su Ítaca, como nos evoca el título de este encuentro.

Es que nos gusta tener buenos deseos, contarnos nuestras buenas intenciones. Nos da algo así como un chute de glucosa. Si lo repetimos, ¿a quién no le amarga un dulce?, y se convierte en habitual, se desencadena algo así como un estado de hiperglucemia con picos de hipoglucemia, lo que llamaríamos: diabetes. Y con nuestra “diabetes-hábito de hiperconsumo” a cuestas, volvemos a repetir, una y otra vez, la promesa y su incumplimiento. Al final, nuestro cerebro acaba por grabar, a “fuego eléctrico”, el circuito del “parece que lo quiero pero en realidad no puedo”.

Así, de esta manera tan eufórica y depresiva, nos podemos mantener en un enamoramiento permanente de nuevos propósitos que difícilmente llegarán a ser el amor de nuestras vidas.

Además de esos “monstruos” que nos esperan en el interior de nuestras mentes para devorar nuestros deseos, en el viaje a la Ítaca de cada uno que anunciamos cada año nuevo, podemos encontrarnos con otros personajes que nos prometen todo eso que a nosotros solos se nos hace tan difícil alcanzar. Éstos son los “cantos de sirena”.

Si haces…eso que nos venden en un manual práctico para principiantes o expertos, según el caso, obtendrás… sí, justo, eso que anhelas, llegar a tu Ítaca.

Y es que las sirenas, además de una belleza extraordinaria, poseían una enorme inteligencia. Esas criaturas perfectas eran tan competentes en prometer la felicidad como deseosos de obtenerla aquellos a los que cautivaban con sus cantos. Tan hábiles eran estas divinidades marinas que casi siempre conseguían sus propósitos, a cuenta de los propósitos de los navegantes que surcaban las aguas de sus dominios.

Es fácil dejarse llevar por el espejismo de conseguir lo que se me resiste, y además, de una manera muy atractiva, casi sin esfuerzo. Dejarse seducir por el propio deseo hasta naufragar en el arrecife de un nuevo fracaso.

¿Reconoces algún canto de sirena cerca de ti?, ¿has escuchado alguno, alguna vez? El coche que te convertirá en el mejor conductor y el más atractivo, el perfume con el que caerán rendidos a tus pies, ¿te suenan estos? Son tan habituales que creemos que ya no nos engañan. En estos días se nos promete de todo, siempre más y mejor. El mercado está lleno de cantos, algunos emitidos incluso por personajes mucho menos atractivos que las sirenas, que se llaman a sí mismos gurús, cuya experiencia y conocimiento se basa en la capacidad de seducir a las masas. Caemos en sus antiguas trampas llevados por el ansia de convertirnos en lo que soñamos y conseguir eso que imaginamos que creemos, porque nos lo han asegurado, en el prospecto o en las cláusulas del manual, que nos llevará a la felicidad: poder, salud, belleza, dinero, reconocimiento, éxito… Pero, claro, sin arriesgar demasiado y sin que tengamos que esforzarnos tampoco mucho.

Cuando se trata del desarrollo personal, de convertirnos en nuestra mejor versión, como llaman algunos a ese proceso, la seducción es aún más dulce y nos llega al centro del corazón mucho más rápido, inundando de glucosa nuestro torrente sanguíneo. Lo hace tan deprisa como los que nuestros ganglios basales estén entrenados en reconocer patrones de comportamiento: “lo compro y me lo creo”, es uno de ellos. Con este programa instalado, nuestra voluntad se habrá invertido en adquirir esa nueva herramienta para la transformación. Y luego, ¿qué?

Enseñar es sólo una parte del proceso de cambio, la otra es: aprender. El mejor de los cursos y la mejor de las herramientas sólo servirán si yo pongo mi voluntad la servicio de ese cambio, me cueste lo que me cueste. Mi responsabilidad va más allá de la del formador o del coach, es la que aparecerá en cada pasito del camino que tendré que recorrer, después de aprendidas las instrucciones, incluso de entrenadas. Mi compromiso con mi propio desarrollo es el verdadero canto que me salvará de naufragar.

Una vez sentadas las bases, firmado el contrato de responsabilidad con la persona de mayor influencia en mi vida, cuyo poder sí es capaz de transformarme, yo misma, estaré en disposición de poner en práctica y hacer realidad cada uno de los propósitos que redacte al principio de año o al comienzo de cada instante de un nuevo recorrido en mi vida: ahora, que es el único tiempo que nuestro cuerpo es capaz de conjugar y en el que invita a la mente a estar centrada, con atención plena en el objetivo y en la acción necesaria para alcanzarlo.

Te invito a que revises los contratos de lo que compras y de los procedimientos para lograr lo que deseas. Si en ellos no está tu firma, aceptando sin lugar a dudas tu implicación, tu esfuerzo y tu responsabilidad, será un papel tan mojado como si se hubiera ya hundido en las aguas de la costa helena asediada por las seductoras sirenas.

Y, si te parece, para otro día dejaremos lo de cuándo decidir y quién toma las decisiones en nuestra vida.

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Celebrar

Por domingo, mayo 3, 2015

Un día y otro, una llamada y otra, un encuentro y otro, y yo seguía sin poder decir “te quiero”. Tan fácil, ¿no?

Sí, para mí era fácil no decirlo y estaba acostumbrada a pasar de eso que sentía como una ebullición que iba subiendo desde muy abajo y muy profundo y que casi dejaba salir en palabras. Pero no, no salían. Me lo proponía, de hoy no pasa, hoy se lo digo, “te quiero”, sin más. Y, de nuevo, no salían esas dos simples palabras de mi boca, acostumbrada a decir tantas otras.

Un día, compré, en un portal de ventas de internet, un servicio de limpieza integral del coche. Tenía un buen descuento y me había hecho a la idea de que si no era tan bueno el servicio, perdía poco. Llegar al sitio fue una odisea, casi pierdo la hora de cita, me lo advirtieron. Y si la perdía, no podría canjear mi compra más adelante, el servicio caducaba ese mismo día. Estoy acostumbrada, también, a perderme entre las pocas, para mí infinitas, posibilidades de perderse en una ruta con navegador.

¿A cuántas cosas más estoy acostumbrada a perder?

Esa tarde en que llegué a tiempo, después de mil vueltas alrededor, dejé el coche en la empresa y sin otro medio de comunicación, tuve que esperar dos horas en un polígono a que realizaran el servicio.

Puede volver en dos horas, me dijeron, al entregar las llaves. ¿Qué? Eso no estaba advertido en el anuncio ni tampoco lo pregunté yo, ni indagué en dónde estaba el sitio y qué había en sus alrededores.

Salí, cargada con el bolso y la cartera de trabajo, dispuesta a disfrutar de esos alrededores que me parecieron un páramo, desde luego por el frío. Justo al lado, casi puerta con puerta, había un restaurante de los que se anuncian como los mejores. Su nombre era muy conocido. Entré. Un café, por favor. ¿Lo puedo tomar en una mesa? El restaurante estaba vaciándose de comidas de directivos. Algunos alargaban una sobremesa con la bebida de moda que tomaban, sin humo, por supuesto, pero con la misma o mayor avidez que cuando casi todos fumaban.

Nadie me miró. Yo les observé a todos. Me divertía la escena. Apuré el café como si cada grano fuera tostado y triturado antes de hacer la infusión, especialmente para mí. Con azúcar moreno. Me imaginé con todos los derechos a estar allí. Un día volveré y consumiré su menú degustación, el de los anuncios en la radio. Estas cosas me las decía para no sentirme excluida, con derecho absoluto de usar esa mesa de ese comedor de 40 € mínimo el cubierto.

Allí empecé a pensar en que esta vez sí lo diría. Lo pensaba de otra forma, lo pensaba con el corazón y con las tripas y con algo más, algo nuevo. Un recurso que sabía utilizar en otros ámbitos de mi vida. En mi profesión, sin duda. En ella era una experta. Afrontar el reto. Me encantan los retos. Me apasiona la sensación de ir más allá de las posibilidades, incluso de las que nadie ve.

Decidí que esa tarde sería el momento de decirle: te quiero. Arriesgarme a salir de mi zona de confort, en la que la costumbre, aunque me duela, es la que conozco y es en la que me siento segura.

Después de sólo media hora de café a cubierto, salí a la calle, con más frío aún, en un anochecer de mediados de diciembre.

Llevábamos muchos años juntos, algunos en los que nos distanciamos. Yo me distancié para ser capaz de seguir queriéndole. El número de su móvil lo tengo grabado en “mis favoritos”. Lo seleccioné y esperé. Tardó una eternidad en contestar. Deja que suene, lo mira de lejos y…¿Sí…? Su pregunta, la de siempre, tuvo una contestación distinta, única. Te llamo para decirte que te quiero…

Qué anochecer tan bonito de agradecimiento. Una tras otras se fueron colocando las palabras entre nosotros como si siempre hubieran estado ahí para nosotros, esperándonos a compartirlas, a decírnoslas cuando nosotros estuviéramos preparados para oírlas.

Gracias, vida, por el amor que hay en mí. Gracias, amor, por la vida que me das.

Ha sido un punto de inflexión en nuestras vidas. Y tengo muchísimas ganas de volvérselo a decir.

Aquel día fue como entrelazar toda nuestra infancia juntos, nuestra adolescencia y los años que luego empezaron a separarnos, y tejer con ellos lo que nuestros nombres, los mismos, sienten, libres de egos, libres de personalidades. Tejer y retejer las veces que haga falta una vida llena de un amor que va más allá de lo que nos digamos, de lo que seamos capaces de decirnos con palabras.

celebrar día de la madreTe quiero y quiero seguir compartiendo mi vida contigo.

Hoy celebro el amor de mi madre que nos ama tan profundamente a los dos, que nos dio la oportunidad de conocernos y caminar por la vida sabiendo que el otro siempre estará ahí para mí, para él.

 

Hoy saldremos a celebrarlo.

 

Te invito a celebrar lo mejor de tu vida con quienes forman parte de ella. Y te invito a decírselo, a decírtelo a ti.

 

 

 

 

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