Primeros de año y ya varios propósitos a punto de naufragar. Dicen, los que se dedican a hacer estadísticas de los comportamientos humanos, que a partir de la segunda quincena de enero, las promesas que nos hemos hecho con el brindis de las doce campanadas se han transformado en papel mojado casi en su totalidad. Por ejemplo, el propósito de ir al gimnasio fracasa en un 80% de los casos antes de acabar el mes de la cuesta. Algo semejante pasa con ponerse a dieta, aprender otro idioma, dejar de fumar o casi cualquier cosa que nos hayamos prometido en el momento de euforia que supone iniciar un año cargado de buenos deseos.
Y es que se trata de eso, de buenas intenciones.
¿Has probado alguna vez a intentar hacer algo y no te ha salido? Hazlo ahora, dite a ti misma: voy a intentar levantarme de la silla. ¿Qué pasa?
Pero si lo que te dices es: voy a levantarme de la silla, ¿qué crees que sucederá?
¿De qué estamos hablando? De cómo nos hablamos a nosotros mismos, de nuestros mensajes de autosabotaje o de los que nos impulsan a ir más allá de lo que hacemos y conseguir lo que nos proponemos.
Todos estos comportamientos quedan grabados en nuestras redes de neuronas. Se convierten en circuitos impresos que nos facilitan o impiden el siguiente paso, el siguiente comportamiento. Los científicos han descubierto complejas estructuras neuronales con distintas actividades eléctricas en una zona del cerebro, los ganglios basales, desde la que se controla nuestro comportamiento más elemental, la supervivencia, las acciones motoras, las conductas compulsivas, los hábitos y las adicciones como caso extremo. Allí, en esa zona profunda del cerebro, unas células expresan una actividad que permite al resto del organismo responder o no. Cada vez que se repite la conducta, el hábito se graba en estos circuitos neuronales automáticos.
De manera que, romper el hábito de hacernos propósitos para luego romperlos es toda una empresa, tan ambiciosa y arriesgada como el viaje de Ulises hacia su Ítaca, como nos evoca el título de este encuentro.
Es que nos gusta tener buenos deseos, contarnos nuestras buenas intenciones. Nos da algo así como un chute de glucosa. Si lo repetimos, ¿a quién no le amarga un dulce?, y se convierte en habitual, se desencadena algo así como un estado de hiperglucemia con picos de hipoglucemia, lo que llamaríamos: diabetes. Y con nuestra “diabetes-hábito de hiperconsumo” a cuestas, volvemos a repetir, una y otra vez, la promesa y su incumplimiento. Al final, nuestro cerebro acaba por grabar, a “fuego eléctrico”, el circuito del “parece que lo quiero pero en realidad no puedo”.
Así, de esta manera tan eufórica y depresiva, nos podemos mantener en un enamoramiento permanente de nuevos propósitos que difícilmente llegarán a ser el amor de nuestras vidas.
Además de esos “monstruos” que nos esperan en el interior de nuestras mentes para devorar nuestros deseos, en el viaje a la Ítaca de cada uno que anunciamos cada año nuevo, podemos encontrarnos con otros personajes que nos prometen todo eso que a nosotros solos se nos hace tan difícil alcanzar. Éstos son los “cantos de sirena”.
Si haces…eso que nos venden en un manual práctico para principiantes o expertos, según el caso, obtendrás… sí, justo, eso que anhelas, llegar a tu Ítaca.
Y es que las sirenas, además de una belleza extraordinaria, poseían una enorme inteligencia. Esas criaturas perfectas eran tan competentes en prometer la felicidad como deseosos de obtenerla aquellos a los que cautivaban con sus cantos. Tan hábiles eran estas divinidades marinas que casi siempre conseguían sus propósitos, a cuenta de los propósitos de los navegantes que surcaban las aguas de sus dominios.
Es fácil dejarse llevar por el espejismo de conseguir lo que se me resiste, y además, de una manera muy atractiva, casi sin esfuerzo. Dejarse seducir por el propio deseo hasta naufragar en el arrecife de un nuevo fracaso.
¿Reconoces algún canto de sirena cerca de ti?, ¿has escuchado alguno, alguna vez? El coche que te convertirá en el mejor conductor y el más atractivo, el perfume con el que caerán rendidos a tus pies, ¿te suenan estos? Son tan habituales que creemos que ya no nos engañan. En estos días se nos promete de todo, siempre más y mejor. El mercado está lleno de cantos, algunos emitidos incluso por personajes mucho menos atractivos que las sirenas, que se llaman a sí mismos gurús, cuya experiencia y conocimiento se basa en la capacidad de seducir a las masas. Caemos en sus antiguas trampas llevados por el ansia de convertirnos en lo que soñamos y conseguir eso que imaginamos que creemos, porque nos lo han asegurado, en el prospecto o en las cláusulas del manual, que nos llevará a la felicidad: poder, salud, belleza, dinero, reconocimiento, éxito… Pero, claro, sin arriesgar demasiado y sin que tengamos que esforzarnos tampoco mucho.
Cuando se trata del desarrollo personal, de convertirnos en nuestra mejor versión, como llaman algunos a ese proceso, la seducción es aún más dulce y nos llega al centro del corazón mucho más rápido, inundando de glucosa nuestro torrente sanguíneo. Lo hace tan deprisa como los que nuestros ganglios basales estén entrenados en reconocer patrones de comportamiento: “lo compro y me lo creo”, es uno de ellos. Con este programa instalado, nuestra voluntad se habrá invertido en adquirir esa nueva herramienta para la transformación. Y luego, ¿qué?
Enseñar es sólo una parte del proceso de cambio, la otra es: aprender. El mejor de los cursos y la mejor de las herramientas sólo servirán si yo pongo mi voluntad la servicio de ese cambio, me cueste lo que me cueste. Mi responsabilidad va más allá de la del formador o del coach, es la que aparecerá en cada pasito del camino que tendré que recorrer, después de aprendidas las instrucciones, incluso de entrenadas. Mi compromiso con mi propio desarrollo es el verdadero canto que me salvará de naufragar.
Una vez sentadas las bases, firmado el contrato de responsabilidad con la persona de mayor influencia en mi vida, cuyo poder sí es capaz de transformarme, yo misma, estaré en disposición de poner en práctica y hacer realidad cada uno de los propósitos que redacte al principio de año o al comienzo de cada instante de un nuevo recorrido en mi vida: ahora, que es el único tiempo que nuestro cuerpo es capaz de conjugar y en el que invita a la mente a estar centrada, con atención plena en el objetivo y en la acción necesaria para alcanzarlo.
Te invito a que revises los contratos de lo que compras y de los procedimientos para lograr lo que deseas. Si en ellos no está tu firma, aceptando sin lugar a dudas tu implicación, tu esfuerzo y tu responsabilidad, será un papel tan mojado como si se hubiera ya hundido en las aguas de la costa helena asediada por las seductoras sirenas.
Y, si te parece, para otro día dejaremos lo de cuándo decidir y quién toma las decisiones en nuestra vida.
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