
Ética profesional y fidelización de clientes.
El cocodrilo esperaba colgado del techo su turno a que el mancebo acabara de convertir en polvo aquellas piedras resplandecientes. Se las había dejado su maestro dentro de un minúsculo saco, con la orden de triturarlas en el mortero de piedra hasta que se le cansaran las manos y sin desperdiciar ni un grano. Manejaba el pistilo como la mejor de las cocineras. Era una labor concienzuda. Al principio le pareció sencilla, pero no había nada simple entre aquellas paredes.
Las instrucciones de su señor eran muy estrictas. Él las acataba temiendo aquella mirada de reprobación que dejaba ver su rostro enjuto. No necesitaba ninguna palabra ni ningún gesto grandilocuente para entender cuándo se había equivocado. Mozos sobraban, sólo los espabilados podían estar a la altura de un oficio tan exigente.
En este trabajo se vio rodeado de lo que al principio le parecieron utensilios de una extraña cocina. Pronto empezó a reconocer los rechonchos alambiques bajo un fuego contenido, goteando un líquido aromático que recogía en matraces y frascos de colores. Encajar el tapón de cristal esmerilado y pegar la etiqueta con el nombre, era el ritual siguiente. Culminarlo, le hacía sentir más cerca del reino de la Alquimia, ese arte mágico, y brujo para muchos, en el que habitaba su maestro. Aprendía de él en cada gesto, en cada frase que pronunciaba. Sus palabras le sonaban a ensalmos. Le recalcaba la importancia de escribir bien esos signos tan incomprensibles para la mayoría de los mortales. La primera vez que se lo dijo, sintió su cercanía al confiar en él una labor tan meritoria.
De entre todos los artilugios, los crisoles, puestos sobre hornillos a calcinar, le fascinaban. “Se quema lo viejo, el cuerpo que ya no vale, liberando así el espíritu”, le decía el boticario, refiriéndose al polvo blanco que quedaba en el fondo. Con una espátula, el mozo recogía el resultado de la incineración como si fuera su propia alma.
Todo tenía que pesarse escrupulosamente. Sabía usar bien la balanza, aunque fuera de aquel tamaño minúsculo para él, acostumbrado a la romana del mercado.
Los albarelos era lo que más llamaba la atención de las señoras que se atrevían a traspasar la espesa cortina de olores acres que rezumaban las paredes, en busca de sus afamados elixires. Aunque a veces esos olores eran tan dulces y amables como las maneras que sabía lucir su maestro.
En los anaqueles se apilaba el botamen de cerámica y de vidrio. De formas galantes, con pie y toca, adornados con flores y cintas, o rectos como soldados jóvenes y austeros como abadesas. Los había de todos los tamaños, encajados en rincones, supurando sus venenos, o relucientes y puestos a la vista, como majestades. Contenían las materias primas de la botica y los remedios ya dispuestos. Allí se podían encontrar pétalos o raíces de hierbas recolectadas como mandaba el canon botánico, o faneros y órganos de animales exóticos, y todas las preparaciones hechas según el arte. Los rótulos con sus nombres sonaban a canto gregoriano.
Al llegar a la botica, el maestro le había enseñado el viborero y la lagartera. No sintió repelús, a él eso no le intimidaba. Ni tampoco se inmutó al ver el estanque plagado de sanguijuelas.
Aquel día, como si el habérselo mostrado le hubiera inspirando, el maestro sacó su libro de recetas, que llevaba siempre consigo, y apuntó algo para una poción, le dijo, mirándole con la esperanza de que llegara a ser su confidente.
Después del primer recorrido por las estancias de la botica y sus anejos, notó que el boticario lo miraba con otra cara, como con una curiosidad en la que podía haber algo de aceptación, la mínima para que volviera a la jornada siguiente. De eso hacía ya unos años. Aprendió rápido a cuidar la vida cautiva y peligrosa que se transmutaba en mágicos venenos en las manos de su maestro. Había oído hablar de las artes de aquel boticario mucho antes de servir a su lado.
El lapidario lo vio más tarde. No recuerda cuándo, pero sí el día que supo que en el armario labrado de madera y recubierto de pan de oro estaba el mayor secreto de aquellas estancias, el “ojo de boticario”. Era un domingo de Ramos, el día del Señor. Una mujer había corrido en busca de auxilio para su hijita. Era criada de una buena cliente suya, de las que pagaban bien y se mantenían fieles a sus remedios. Pero a ella no le hizo falta suplicarle. En el pildorero de porcelana, la chica se llevó el remedio santo, preparado para ella al momento. Aquel día, entendió qué significaba ser maestro. Y se llenó de orgullo de ser el simple mancebo de aquél tan grande.
En el cajón de doble cerradura del gran mueble dorado, el boticario guardaba bajo llave sus tesoros más valiosos. Corrían muchos rumores sobre lo que contenía. Algunos hablaban de la piedra de más luz nunca vista, capaz de convertir un burdo metal en oro. Hasta la fecha, a él nunca le hablada de eso. “Haz bien tu trabajo y aprenderás”, era lo que le repetía constantemente, como una melodiosa canción que acabaría calándole hasta los huesos.
Él aspiraba a llevar un día, en una de esas lujosas cajitas de madera policromada, el veneno que curara el mal que padecía su madre, de quien era el guardián de sus recuerdos.
Era el final de un día de trabajo y no sabía cómo continuar lo que acababa de escribir. Salí a pasear con Cleo. Estaba esperando a que cayera el sol para abordar el pensamiento que intuía quería liberarse de entre la telaraña de mi mente.
¿Desde cuándo no me dejaba sorprender?
¿De qué me sentía aprendiz? y ¿quién era mi maestro?
Notaba algo así como una ebullición de emociones. Como un borboteo ruidoso y sordo a la vez. Y, de golpe, algo parecido a una carrera de sensaciones. Las vi corriendo tras los pensamientos que se atrevían a salir de la cárcel en la que los había tenido cautivos con casi toda la razón.
Qué tonterías era capaz de pensar cuando dejaba de pensar. ¿Tonterías?
Si pudiera poner nombre a las emociones y si ellas se dejaran ver y tocar, ¿tendrían el color de las avellanas?, ¿sabrían a caricias?, ¿olerían a lluvia?, ¿serían grandes como gigantes o pequeñitas como briznas?, ¿me querrían decir eso que los pensamientos ocultaban?
Me dejé sentir y pensar por lo más inocente de mí, por la niña que paseaba a mi lado, la que llevaba a Cleo de su manita creyéndose mayor. Las tres caminábamos tan juntas que podía sentir el latido de un único corazón.
¿Qué es lo que me gustaría curar de mi vida?
¿Qué es eso que hago de lo que estoy orgullosa?
Haz bien tu trabajo y aprenderás, recordé.
Y tú, ¿qué secretos guardas bajo llave?
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Francisco
julio 12, 2015Lo comparto. Hacer bien nuestro trabajo es lo que aporta valor. Eso es lo que consolida la verdadera fidelización con el cliente
María Luisa Martín Miranda
octubre 19, 2015Gracias por tu aportación con esa mirada que añade valor.
Maria Luisa
mayo 3, 2016Hacer bien lo que nos toca hacer, sea toque sea, es respetarnos y permitirnos ser mejores. cuando nos convertimos en el propio mensaje, el otro lo reconoce. Es la honestidad lo que nos une en la confianza mutua.
Gracias por compartir tu visión.
jemago
febrero 23, 2016Pienso en la profundidad tan bella de tu expresión. Dices las cosas más profundas y valiosas de forma sencilla y comprensible. Por eso, parafraseándote, permíteme que te diga que, cuando te leo, entiendo lo que significa ser maestro. Gracias.
Maria Luisa
mayo 3, 2016Gracias por tu comentario. Leer es ver y escuchar desde tu propia forma de detener el mundo. Con tu mirada puedo acercarme más al significado de maestro, el que llega cuando el alumno está preparado.