
Un día y otro, una llamada y otra, un encuentro y otro, y yo seguía sin poder decir “te quiero”. Tan fácil, ¿no?
Sí, para mí era fácil no decirlo y estaba acostumbrada a pasar de eso que sentía como una ebullición que iba subiendo desde muy abajo y muy profundo y que casi dejaba salir en palabras. Pero no, no salían. Me lo proponía, de hoy no pasa, hoy se lo digo, “te quiero”, sin más. Y, de nuevo, no salían esas dos simples palabras de mi boca, acostumbrada a decir tantas otras.
Un día, compré, en un portal de ventas de internet, un servicio de limpieza integral del coche. Tenía un buen descuento y me había hecho a la idea de que si no era tan bueno el servicio, perdía poco. Llegar al sitio fue una odisea, casi pierdo la hora de cita, me lo advirtieron. Y si la perdía, no podría canjear mi compra más adelante, el servicio caducaba ese mismo día. Estoy acostumbrada, también, a perderme entre las pocas, para mí infinitas, posibilidades de perderse en una ruta con navegador.
¿A cuántas cosas más estoy acostumbrada a perder?
Esa tarde en que llegué a tiempo, después de mil vueltas alrededor, dejé el coche en la empresa y sin otro medio de comunicación, tuve que esperar dos horas en un polígono a que realizaran el servicio.
Puede volver en dos horas, me dijeron, al entregar las llaves. ¿Qué? Eso no estaba advertido en el anuncio ni tampoco lo pregunté yo, ni indagué en dónde estaba el sitio y qué había en sus alrededores.
Salí, cargada con el bolso y la cartera de trabajo, dispuesta a disfrutar de esos alrededores que me parecieron un páramo, desde luego por el frío. Justo al lado, casi puerta con puerta, había un restaurante de los que se anuncian como los mejores. Su nombre era muy conocido. Entré. Un café, por favor. ¿Lo puedo tomar en una mesa? El restaurante estaba vaciándose de comidas de directivos. Algunos alargaban una sobremesa con la bebida de moda que tomaban, sin humo, por supuesto, pero con la misma o mayor avidez que cuando casi todos fumaban.
Nadie me miró. Yo les observé a todos. Me divertía la escena. Apuré el café como si cada grano fuera tostado y triturado antes de hacer la infusión, especialmente para mí. Con azúcar moreno. Me imaginé con todos los derechos a estar allí. Un día volveré y consumiré su menú degustación, el de los anuncios en la radio. Estas cosas me las decía para no sentirme excluida, con derecho absoluto de usar esa mesa de ese comedor de 40 € mínimo el cubierto.
Allí empecé a pensar en que esta vez sí lo diría. Lo pensaba de otra forma, lo pensaba con el corazón y con las tripas y con algo más, algo nuevo. Un recurso que sabía utilizar en otros ámbitos de mi vida. En mi profesión, sin duda. En ella era una experta. Afrontar el reto. Me encantan los retos. Me apasiona la sensación de ir más allá de las posibilidades, incluso de las que nadie ve.
Decidí que esa tarde sería el momento de decirle: te quiero. Arriesgarme a salir de mi zona de confort, en la que la costumbre, aunque me duela, es la que conozco y es en la que me siento segura.
Después de sólo media hora de café a cubierto, salí a la calle, con más frío aún, en un anochecer de mediados de diciembre.
Llevábamos muchos años juntos, algunos en los que nos distanciamos. Yo me distancié para ser capaz de seguir queriéndole. El número de su móvil lo tengo grabado en “mis favoritos”. Lo seleccioné y esperé. Tardó una eternidad en contestar. Deja que suene, lo mira de lejos y…¿Sí…? Su pregunta, la de siempre, tuvo una contestación distinta, única. Te llamo para decirte que te quiero…
Qué anochecer tan bonito de agradecimiento. Una tras otras se fueron colocando las palabras entre nosotros como si siempre hubieran estado ahí para nosotros, esperándonos a compartirlas, a decírnoslas cuando nosotros estuviéramos preparados para oírlas.
Gracias, vida, por el amor que hay en mí. Gracias, amor, por la vida que me das.
Ha sido un punto de inflexión en nuestras vidas. Y tengo muchísimas ganas de volvérselo a decir.
Aquel día fue como entrelazar toda nuestra infancia juntos, nuestra adolescencia y los años que luego empezaron a separarnos, y tejer con ellos lo que nuestros nombres, los mismos, sienten, libres de egos, libres de personalidades. Tejer y retejer las veces que haga falta una vida llena de un amor que va más allá de lo que nos digamos, de lo que seamos capaces de decirnos con palabras.
Te quiero y quiero seguir compartiendo mi vida contigo.
Hoy celebro el amor de mi madre que nos ama tan profundamente a los dos, que nos dio la oportunidad de conocernos y caminar por la vida sabiendo que el otro siempre estará ahí para mí, para él.
Hoy saldremos a celebrarlo.
Te invito a celebrar lo mejor de tu vida con quienes forman parte de ella. Y te invito a decírselo, a decírtelo a ti.
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Patricia
mayo 3, 2015Muy bonito, emotivo y con todo el corazón. Algún día después de 19 años espero poder celebrarlo también con mi madre. Un besazo enorme, yo tb os quiero.
María Luisa Martín Miranda
junio 1, 2015Gracias, Patricia, por celebrar cada día con otros, con todos nosotros, tus 19 años y más.
Maria Luisa
mayo 3, 2016Gracias, Patricia. Poder compartir contigo es un lujo que la vida nos da.
Alfon
mayo 3, 2015Brillante, como la esencia de luz que lo inspira… confío en que ilumine la penumbra de muchos rincones…
María Luisa Martín Miranda
junio 1, 2015Las sombras iluminan nuestras luces…
Gracias por tu foco, Alfon.
Maria Luisa
mayo 3, 2016Qué bonitas palabras para un caminante que canta a la vida y la retrata a su paso.
Gracias, Alfon.