
Llevo unos días trabajando la aceptación. En realidad llevo toda mi vida, sólo que de una manera consciente y con un propósito claro, desde hace apenas un ratito en ella. El justo para entender lo que me había estado pasando al rechazar tantas cosas que no me gustaban. Como las opiniones de otros, disonantes con las mías.
Obvio, ¿verdad? Porque con las que coinciden conmigo tengo muy pocos problemas.
Lo que me ocurre ahora es que éstas también las cuestiono. No las opiniones de los otros, sino las mías propias.
¿Hasta dónde estoy dispuesta a aceptar la divergencia o incluso el antagonismo?
Sobre el papel, me resulta sencillo decir que hasta donde sea necesario. Pero en el corazón, sé que no es tan fácil para mí.
En casa me espera un hada mágica, un duende que no necesita aprender nada de esto porque así es ella, pura aceptación. Cada vez que vuelvo y abro la puerta, está allí, dispuesta a acogerme a………gritos. Sus palabras son más altas que mi voz y más claras que el cielo de primavera en Madrid, y están más cargadas de verdad que todas las estrellas de una noche a orillas del Cantábrico. Sus ladridos, que no necesitan cargarse de razón, suenan a “me alegro tanto de verte”, tanto como si hubiera pasado una eternidad desde………el cuarto de hora que hace que salí y la dejé sola. No importa el tiempo, sólo la ausencia que no la puede sustituir nada ni nadie, ¿o sí? Creo que ella me es fiel a sí misma, con quien se entretiene doce horas seguidas, pensando en lo suyo, atusarse el pelo, rascarse detrás de las orejas, que pica mucho, limpiarse escrupulosamente entre los deditos, mantenerse hidratada y bien nutrida, comer sólo lo que le hace estar sana, sin pasarse y sin dietas. Porque si lo hace, mejor dicho, si lo hago yo, no se siente culpable. Sólo se siente y ya está. ¡Qué envidia!, de verdad. Es mágica. Es mi gran maestra.
En estos días de felicitaciones recíprocas he preferido fijarme en ese momento en el que me gustaría que fuera de otra forma, en esa persona que me ha dicho lo que no quería oír, en esa opinión que no es otra cosa que un juicio, como lo es el mío, salvo que al contrario. En ese gesto que he pillado sin esperarlo, en esa postura que me distancia, en todo eso que podría aislarme, aunque yo creyera que me excluía, incluso que así era, muy digna yo en mi posición.
Pero, ¿quién decide el efecto de ese juicio?, ¿quién da significado a ese gesto? Yo.
Y si soy yo, tú también. Tú, que ahora me escuchas es quien tiene el poder absoluto de responder a lo que necesites, de hacer o dejar de hacer, de contestar o no, de sentir de una forma o de otra. O, mejor dicho, de interpretar esa sensación, de observarla y decidir qué valor tiene en tu vida.
¿Me interesaría rodearme de personas que sólo ven por mis ojos, escuchan por mis oídos y sienten según el latido de mi corazón? ¿O puedo aprender de lo distinto, incluso de lo contrario? Yo decido. Y decido aprender, darme permiso a ver, escuchar y sentir desde una posición diferente a la mía.
Sí, ya, está bien, queda incluso muy bien decirlo y escribirlo pero ¿cómo se hace?
A lo mejor es lo que te estás preguntando al escucharme. Yo lo he hecho también cuando lo he aprendido de otras personas y ahora que lo sigo aprendiendo al compartirlo contigo, con vosotros.
Te propongo tomar una respiración profunda, abdominal. Ahí sentada, con la espalda recta, los pies apoyados en el suelo y las manos sobre los muslos. Si cierras los ojos ahora, puedes sentir cada inhalación y cada espiración, a tu ritmo, poco a poco, conectando con el cuerpo, recorriéndolo, haciendo nuestro propio escáner corporal, con lo que siente tu piel, con lo que sienten tus órganos, tus tejidos, tus células.
Empezamos la exploración por los pies, notando los dedos en contacto con las zapatillas o el roce con los calcetines en los tobillos. Y más arriba, las pantorrillas que presionan ligeramente el sillón, las rodillas tapadas por el borde de la bata. Sigo, notando las sensaciones que recoge la piel y lo que sienten los huesos y los músculos y las articulaciones. Y mi corazón y mis pulmones y mis tripas en un juego de exploración, de darme cuenta de pequeños detalles que ni creía que existían, que hubiera tachado de insignificantes. Esos que hoy están para que yo, tú, nos demos cuenta. Percibe la tensión o la relajación, y quizá una sensación más fría en la parte externa de las piernas. Continúa así, ascendiendo, experimentando cada sensación, en el abdomen, cómo me suenan las tripas, el latido del corazón, ahora que me fijo, a un ritmo tranquilo, el aire llenando mis pulmones. Y la tensión en la columna, recta, el cuello algo rígido y el hombro izquierdo más cargado. Y mis brazos, rozando el algodón de la camiseta. Y mis manos, la izquierda más fría y con los dedos más encogidos. Y poco a poco termina el recorrido hasta llegar a la cabeza, dejándote sentir, experimentando las sensaciones de todo tu cuerpo. Suelto la mandíbula y mi cara se relaja de golpe. Percibo la expresión de los ojos cuando el entrecejo está fruncido. Nota el pelo a raíz del cuero cabelludo, su tensión, su sensibilidad. Y agradece cada una de las sensaciones que has podido reconocer.
Al final, centrada en la respiración, date cuenta de tres o cuatro de esas sensaciones que te hayan resultado incómodas, reconócelas y no hagas nada con ellas. Quizá sea un picor en un lado de la cabeza, una tensión en el hombro o una inquietud que se nota en las tripas.
Ésta es una manera sencilla de aprender a aceptar lo que no nos gusta, lo que nos molesta y además, a acogerlo como parte de nosotros, de nuestra vida. En este momento estamos ampliando nuestra capacidad de sentir, de ser.
Y podemos añadir aún un poquito más de aceptación al experimentar lo que, al lado de lo incómodo, nos hace sentir bien, a gusto. Puede ser una sensación de tranquilidad, una caricia de aire cálido en el rostro o las ganas de estar ahí, así, sin más.
Quédate con todo, con lo que has experimentado como dificultad y con lo que te llena de un poquito de satisfacción. De esta forma ensanchamos nuestro ser, más grande que nuestros límites, los sobrepasamos, y nos permitimos aceptar lo bueno dentro de lo malo, o, simplemente, de lo que es, sin categorías.
Aprendemos a acoger lo que la vida nos trae, a acogernos a nosotros mismos.
Sentada, centrada en mi cuerpo puedo expandir mi atención a lo que me hace estar, un poquito o un mucho, a disgusto y a lo que, por el contrario, me aporta bienestar, y aceptarlo como algo que se da a la vez. Al experimentar las sensaciones cómodas e incómodas, amplío mi zona de confort y de estar, amplío mi capacidad de aceptación y acojo en mi vida todo, sin solución de continuidad y sabiendo que ese todo pasará. Y voy más allí incluso, pudiendo llegar a sentir sin juzgar.
Desde este aprendizaje en lo más cercano a mí, puedo aprender a aceptar lo que está en mi entorno, lo que transcurre alrededor de mí, lo que me sucede al relacionarme con los demás, al hacer eso que se llama vivir.
Si por un instante puedo acoger en mi vida como un todo que se da a la vez, lo que creo bueno y lo que etiqueto como malo, y si lo puedo aceptar sin juzgarlo de antemano, podré acoger la inmensidad de la vida y salir de la pequeñez de lo conocido para encontrarme con la magia de llegar a ser quien anhelo ser.
Si me aparto un poco del camino del reconocimiento, del mérito, puedo encontrarme a mí misma, sin necesidad de demostrar ni demostrarme quien soy. Puedo brillar en la plenitud de quien ya soy.
Y aún puedo acoger en mi vida a otras vidas, las de quienes caminan a mi lado por un ratito o por una eternidad.
¿Te animas a experimentarlo?
En un cuarto de hora, volveré a encontrarme con ese ser que no se plantea ser de otra forma que la que es, con ladrido incluido.
2
¿Qué piensas?